Durante su persecución de David Lodge, nuestros aventureros no paran de toparse con nuevos horrores. Su camino hacia el oeste dista mucho de un paseo por el campo, y nada parece indicar que las cosas vayan a cambiar...
La cuna de todos los males
Tras descansar en las afueras del bosque, el grupo volvió a internarse en la espesura. Aquellas hebras lechosas no presagiaban nada bueno por lo que no les sorprendió toparse con una lejana figura que, sin dirigirles la palabra, les conminaba a marcharse por donde habían venido.
Nuestros aventureros no se amilanaron y siguieron avanzando, solo para descubrir que aquella figura era un cuerpo formado por miles de pequeñas arañas albinas que se lanzaron a por ellos. Hendrik perdió los nervios momentáneamente y salió de allí corriendo. El resto se defendió como bien pudo, si bien las espadas y pistolas apenas parecían hacer mella en las criaturas. Por suerte, Chogan acertó a prender fuego a una manta y la utilizó como una red, consiguiendo que la balanza del combate se inclinara por fin hacia el grupo.
Tras recuperar el aliento, y con Hendrik recuperado también, el grupo continuó siguiendo el rastro de las cuatro personas que debía llevarles hasta David Lodge, Olly MacKenzie y el tal Oliver Albright. Y, si bien no se toparon con ellos, si dieron con una construcción en lo alto de un pico escarpado que claramente debía ser la famosa "fortaleza" mencionada en los papeles de los Lodge.
El lugar parecía bastante inexpugnable, pero un día de atenta vigilancia les reveló otra posible ruta de entrada a través de una cueva vigilada a media ascensión del pico. Esa noche, el grupo subió con toda la discreción de la que fueron capaces y cayeron sobre un par de desprevenidos guardias. Los guardias fueron abatidos con presteza, así como una segunda pareja de relevo. El grupo, ataviados con las túnicas de esos guardias se introdujo a continuación en las profundidades de la caverna.
Así llegaron hasta una gran oquedad sin fondo aparente, una sima por la que ascendían vapores sobrecalentados que nublaban la vista más allá de unos metros. Unos puentes colgantes unían varias pilastras, y sabiendo que no había muchas otras alternativas, el grupo comenzó a avanzar por aquella estructura poco confiable.
Sin embargo, el daño no vino de aquellos puentes maltrechos y suelos resb aladizos, sino de una criatura de gran tamaño que se abalanzó sobre ellos, una suerte de gigante en llamas que, al verse sobrepasado, estalló en llamas abrasando a nuestros aventureros. Chogan lo describiría luego como un "caminante del fuego", al descubrir los restos de un ritual que conectó a la criatura con antiguas leyendas algonquinas. Algo se rompió entonces en el interior del explorador indio, al constatar que aquellas tierras habían albergado horrores inimaginables mucho antes de la llegada del hombre blanco. Chogan quedaría ya para siempre marcado por aquel encuentro.
Por suerte, el grupo pudo descansar y recuperar fuerzas. Por alguna razón no fueron molestados por más guardias, e incluso dieron con una escalerilla de metal que los sacó de aquella gruta. Todo parecía indicar que habían alcanzado los sótanos de la fortaleza.
Con mucho cuidado se movieron por angostos pasillos y pequeñas habitaciones vacías. Nada parecía habitar el lugar, al menos hasta que llegaron a una doble puerta tras la que oyeron la típica salmodia de un rezo o ceremonia. Un poco después hallaron una puerta secreta que los condujo a un mirador privilegiado. Desde su posición pudieron ver con todo detalle una gran sala de ceremonias atestada de cultistas (unos 16). Un gran pozo lleno de un líquido humeante dominaba el centro de la habitación, abierto a consumir un totem nativo algonquino que colgaba de cuerdas sobre él. ¿Debía el grupo revelar su posición?¿Debían detener el ritual o esperar a ver que ocurría? No era una decisión fácil...